La historia de los libros, como la de los hombres, es azarosa. Hay páginas que naufragaron en los océanos cónicos del tiempo; hay otras que se perdieron para siempre después de pernoctar durante siglos en el silencio polvoriento de las abadías medievales, o en el olvido de las herencias desagradecidas, o en la privada oscuridad de las tumbas. (Ni siquiera los libros son ajenos a la segunda ley de la Termodinámica).
El código de Arquímedes narra las peripecias de bibliófilos, científicos, filólogos… para sacar a la luz elementos desconocidos de las obras de uno de los mejores hombres. En el principio hay un libro subastado. Ese libro es un palimsesto (un pergamino raspado y reutilizado) que retiene, bajo la apariencia lúgubre de un devocionario del siglo XIII, páginas inéditas de la especie. Las conclusiones de los mejores especialistas conviven con la tediosa descripción de los experimentos ópticos necesarios para llegar a vislumbrar la antigua matemática.
Uno de los autores es curador en el Museo de Arte Walters (Baltimore), donde se halla el manuscrito; el otro imparte Ciencia Antigua en Stanford. Se turnan por capítulos para hacer más llevadero este libro que roza las 400 páginas. Lo consiguen a medias, pero pasa porque el lector percibe la tensa pasión con la que trabajaron.
Arquímedes es uno de los grandes. Lo que este hombre supuso para el Hombre es casi una metáfora. Lo supimos desde siempre, pero estos textos ahora descifrados resaltan la magnitud del abismo que se había perdido. Arquímedes se inventó los centros de gravedad, la hidráulica, un rudimentario cálculo más de 15 siglos antes que Newton (que Leibniz). Empleó la combinatoria tratando de descifrar la cantidad de posiciones posibles en las que podían formar un cuadrado las figuras del Stomachion. Circunscribiendo polígonos de 96 lados a círculos el número pi se hizo más claro, definió la elipse, ideó un sinfín de maquinaria bélica, el tornillo que lleva su nombre…
El código de Arquímedes narra las peripecias de bibliófilos, científicos, filólogos… para sacar a la luz elementos desconocidos de las obras de uno de los mejores hombres. En el principio hay un libro subastado. Ese libro es un palimsesto (un pergamino raspado y reutilizado) que retiene, bajo la apariencia lúgubre de un devocionario del siglo XIII, páginas inéditas de la especie. Las conclusiones de los mejores especialistas conviven con la tediosa descripción de los experimentos ópticos necesarios para llegar a vislumbrar la antigua matemática.
Uno de los autores es curador en el Museo de Arte Walters (Baltimore), donde se halla el manuscrito; el otro imparte Ciencia Antigua en Stanford. Se turnan por capítulos para hacer más llevadero este libro que roza las 400 páginas. Lo consiguen a medias, pero pasa porque el lector percibe la tensa pasión con la que trabajaron.
Arquímedes es uno de los grandes. Lo que este hombre supuso para el Hombre es casi una metáfora. Lo supimos desde siempre, pero estos textos ahora descifrados resaltan la magnitud del abismo que se había perdido. Arquímedes se inventó los centros de gravedad, la hidráulica, un rudimentario cálculo más de 15 siglos antes que Newton (que Leibniz). Empleó la combinatoria tratando de descifrar la cantidad de posiciones posibles en las que podían formar un cuadrado las figuras del Stomachion. Circunscribiendo polígonos de 96 lados a círculos el número pi se hizo más claro, definió la elipse, ideó un sinfín de maquinaria bélica, el tornillo que lleva su nombre…
Leonardo da Vinci fue otro hombre de una inteligencia poco habitual. Leyó un libro de Arquímedes que describía la obtención de los centros de gravedad de las figuras planas. Da Vinci se las arregló para obtener el centro de gravedad del tetraedro. Algo realmente excepcional. Pero el caso es que 1700 años antes Arquímedes no sólo conocía el centro de gravedad del tetraedro sino que había obtenido (y proponía un método para hacerlo) el de secciones curvas como segmentos esféricos, paraboloides, segmentos de hiperboloides, elipsoides… El libro se llamaba El método y se lo envió a Eratóstenes, que dirigió la biblioteca de Alejandría y que midió el radio de la Tierra.
Arquímedes se quejaba de que lo entendía poca gente. Es probable que esa sea la causa principal del olvido de sus mejores libros. Los que no entienden juzgan mal el mérito de lo que no entienden. Muchos siglos después, quizá Galileo empezaba a ver por dónde iban los tiros. Galileo y Newton supieron que aquel hombre de Siracusa había cambiado el mundo. El infinito actual, ese concepto vago que tanto tardó en solidificarse en las matemáticas, se moldeó en el torno de Arquímedes.
Arquímedes vivió en Siracusa, por entonces una ciudad estado que participó en la Segunda Guerra Púnica (218 a.C.-201 a.C.). Los inventos que realizó complicaron la vida a los romanos, y su nombre, ya conocido, se tornó famoso. Pero el auge de Roma era inevitable y Siracusa fue tomada. Una espada vulgar mató a Arquímedes. Dicen que sus últimas palabras fueron: “No molestes a mis círculos”.
En su tumba, hoy perdida, dicen que se grabó (él lo quería) un curioso epitafio: una esfera circunscrita a un cilindro. Era, a su parecer, el más elegante de sus resultados. Había descubierto que la relación entre ambos volúmenes es 2/3.
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