Nada les ha hecho más daño al amor y al deseo que el
photoshop. Gracias a él vivimos en un mundo que idolatra personas hechas pieza
por pieza.
La piel que pierde pigmentación y vellosidades para
convertirse en eso que Federico Moura llamó superficies de placer; o los labios,
o las caderas redondeados gracias al capricho de la grafica, son otras tantas
posibles decepciones cuando nos enfrentamos a la naturaleza, o a dios, que
tiene mucho más imaginación, más enrevesada y más sencilla a la vez, que todos
los diseñadores gráficos juntos.
En una hora o menos el programa de computación hace lo que
nuestra memoria y nuestro deseo se demoran años en lograr: transformar una
mujer real, de carne y hueso, en un sueño colectivo. Todo puede ser perfecto en
las dos dimensiones de la foto, pero vivimos en cuatro dimensiones. La cuarta
dimensión, la del tiempo, es la que el photoshop quiere borrar a toda cosa. Las
arrugas, las bolsas bajo los ojos, pero también el tiempo que nos demoramos en
descubrir detrás de una cara llena de fallas una belleza secreta, un aura que
ninguna imagen puede sintetizar completamente, que ningún programa de
computación puede arreglar. El photoshop, en su vano intento por perfeccionar
la naturaleza, no nos deja entender justamente lo perfecta que es.
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