La sociedad indiana dominante fue la urbana, en la que se reflejaba una tipología de los patrones de conducta peninsulares. Poco o casi nada de ella reflejaba la vida urbana precolombina. En su polo opuesto, el medio rural, predominaron en cambio las formas de conducta ancestrales, aunque con muchos cambios substanciales producidos por la aculturación.
El origen de la ciudad indiana se ha discutido mucho. Se ha afirmado que siguió la tradición medieval española, que aprovechó las experiencias indígenas, que fue producto de la mentalidad renacentista y que tuvo una evolución propia a partir de los primeros establecimientos. Aunque todo influyó, tal como señaló Rojas Mix, lo último es quizá lo más evidente. Las ciudades americanas fueron surgiendo con distinto carácter (factorías comerciales primero, lugares de ocupación de un espacio conquistable luego, centros desde los cuales se realizaba la expansión dominadora más tarde y centros administrativos finalmente) sin que nadie las regulara (se dieron algunas normas aisladas a Ovando, los Jerónimos y Pedrarias) hasta 1573, cuando se promulgaron las Nuevas Ordenanzas de Descubrimiento y Población, que recogieron la experiencia adquirida (no en vano formaron parte de la Recopilación o Código de Juan de Obando). Para entonces existían ya 225 ciudades, entre las cuales figuraban las más importantes del mundo hispanoamericano. Las Ordenanzas se dieron, además, para una nueva política de la Corona: acabar con los descubrimientos y poblar en lo que ya estaba bajo control español. Establecieron una serie de normas de sentido común, como erigir las poblaciones a más de cinco leguas de otras existentes, en lugares altos, de clima saludable, cercanas a los campos donde se cultivaran alimentos, dotarlas de ejidos y dehesas, etc. También se reglamentó que tuvieran un mínimo de 30 vecinos, es decir entre 120 y 240 habitantes, según apliquemos el módulo de cuatro u ocho habitantes por vecino. Se tuvo, por tanto, muy en cuenta la realidad de que muchas de las ciudades españolas eran poblachones que difícilmente tenían unos doscientos habitantes.
La ciudad colonial se hizo en damero, siguiendo una tradición universal que viene desde Hipódamo de Mileto (510 a.C.) y siguieron luego Alejandro Magno, los romanos, etc. En España fue utilizada para las nuevas poblaciones fundadas de los siglos XII a XIV. La retícula tenía la ventaja de permitir una distribución equitativa de los lotes y asegurar la expansión racional de la urbe. En su centro estaba la plaza mayor, un cuadro vacío del damero. Por lo regular era cuadrangular (la rectangular fue menos frecuente) y abierta, en contraposición con la castellana que era cerrada. Allí se construían los edificios que simbolizaban el poder: Cabildo o ayuntamiento, gobierno (casa del gobernador o virrey), justicia (alcaldía, audiencia) e iglesia (parroquial, obispal, arzobispal). La plaza tenía multitud de funciones: lugar de reunión de los vecinos, del mercado semanal, de las celebraciones religiosas, civiles y militares, etc. A partir de la plaza mayor se trazaban calles paralelas y perpendiculares, parcelando el terreno en manzanas o cuadras. Estas se otorgaban a los vecinos por méritos, divididas en caballerías o peonías. Una peonía era un "solar de cincuenta pies en ancho y ciento en largo, cien hanegas de tierra de labor de trigo o cebada, diez de maíz, dos huebras de tierra para huerta, y ocho para plantas de otros árboles de tierra desecada a la tierra de pasto para diez puercas de vientre, veinte vacas y cinco yeguas, cien ovejas o veinte cabras". Una caballería era "un solar para casa de cien pies de ancho y doscientos de largo y todo lo demás como cinco peonías". Los solares urbanos de la peonía eran de unos 28 por 14 metros cuadrados o de 28 por 52: entre 400 y 1.400 metros cuadrados. Las tierras de labor tenían entre 6 y 30 hectáreas. El proceso de urbanización prosiguió sin interrupción hasta 1630, cuando Hispanoamérica contaba ya con 330 ciudades y disminuyó posteriormente.
Junto a las ciudades, villas y lugares de los españoles se erigieron otros dos tipos de establecimientos, los presidios y las misiones. Los primeros tenían finalidad militar y servían de alojamiento permanente de las tropas de frontera (destacaron los del norte de México y Chile). Los segundos eran fundados por los misioneros para reducir a los indios a la fe. Las ciudades indianas imitaron la forma de vida de las peninsulares. Se vestía y comía a la española, pese a lo costoso de importar trajes, aceite de oliva y vino. El verdadero problema era la utilización del ocio, del que se disponía en abundancia. Se gastaba con prodigalidad en múltiples actividades. Muchas eran de carácter religioso, como siempre se ha enfatizado; actos solemnes en la catedral o iglesias, procesiones, etc. La más importante era la misa dominical de doce en la iglesia mayor. Allí presumían las jóvenes criollas de sus galas y cohortes de esclavas, alardeaban de ostentación los criollos, de grave autoridad los peninsulares y de miseria los pobres que pedían limosna. Tras la misa los hombres concertaban negocios, comentaban las noticias de Europa y hasta organizaban pequeños complots políticos. Para divertimento del pueblo se programaban fiestas en días señalados, con cohetes, corridas de toros, juegos de cañas, etc. Pero el verdadero ocio urbano era el laico y extraoficial; jugar, beber, comer, charlar, etc. Los juegos de azar fueron verdadera pasión, sobre todo dados y naipes. Se realizaban en numerosos garitos legales y en infinitos ilegales. Muchos altos funcionarios los tuvieron en su propia casa, aunque naturalmente estaba prohibido. Hasta las venerables monjas del convento santafereño de Nuestra Señora del Carmen tuvieron un patio de barra o garito donde se jugaba una especie de bolos que les daba excelentes ingresos. La bebida era otra forma de matar el tiempo. Bebida, tal como se interpreta en el mundo hispánico, es decir acompañada de larga conversación. Los caballeros utilizaban para ello las infinitas pulquerías o chicherías que había en cada ciudad, sobre todo en los bajos de las casas del centro. El alquiler de tales locales fue tan buen negocio que el clero participó en el mismo, lo que originó que algunos cabildos eclesiásticos prohibieran a sus religiosos alquilar sus viviendas para tal finalidad, considerada inmoral. La bebida usual era el aguardiente, para blancos y mestizos, y la chicha para los indios. Las mujeres no podían ir a las chicherías, pero se desquitaban con la visita a los parientes o amigas. En agradables tertulias, acompañadas de chocolate con bizcochos, repasaban lo más sobresaliente en materia de escándalos amorosos y modas. Menos frecuentes eran los banquetes, pero en cambio, era usual dedicar gran parte de cada jornada a realizar comidas periódicas breves, que la hacían más llevadera; desayuno, un tentempié a media mañana, almuerzo, merienda, y cena. No faltaban en las ciudades los burdeles, algunos de ellos renombrados, a los que acudían varones de toda condición social.
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