miércoles, 15 de mayo de 2019

La Vuelta Manzana

Herman Rosenblat de “The Golden Times”. Extraido de Jabad Magazine

Agosto, 1942. Piotrkow, Polonia. El cielo estaba oscuro esa mañana mientras esperábamos ansiosamente. Todos los hombres, mujeres y niños del gettho judío de Piotrkow habían sido reunidos en la plaza. Se hablaba de traslado. Mi padre había muerto recientemente de tifus, que corría desenfrenadamente por el atestado barrio judío. Mi miedo mayor era que nuestra familia se separara. “Pase lo que pase, no les digas tu edad“ Isidore, mi hermano mayor, me susurró. “Di que tienes dieciséis años”. Yo tenía la altura de un muchacho de once. Así podrían juzgarme valioso como para ser obrero.

Un hombre de la SS se me acercó, golpeando sus botas contra los guijarros. Me miró de arriba abajo, y preguntó mi edad. “Dieciséis“ dije. Él me dirigió a la izquierda dónde mis tres hermanos y otros hombres jóvenes y saludables ya estaban parados. Mi madre fue enviada a la derecha con las otras mujeres, niños, personas enfermas y mayores. Le susurré a Isidore, “¿Por qué?” él no contestó. Corrí al lado de Mamá y dije que quería quedarme con ella. “No” dijo severamente. “Vete. No seas una molestia. Ve con tus hermanos”. Ella nunca había hablado tan duramente. Pero entendí: estaba protegiéndome. Me amaba tanto que, sólo esta única vez, pretendió no hacerlo. Fue la última vez que la vi.

Mis hermanos y yo fuimos transportados en un vagón ganadero a Alemania. Llegamos al campo de concentración de Buchenwald semanas después y nos llevaron a una barraca atestada. Al otro día, nos entregaron uniformes y números de identificación. “No me llamen Herman“dije a mis hermanos. “Llámeme 94983”. Fui puesto a trabajar en el crematorio del campamento, cargando muertos hacia un montacargas. Yo también me sentía muerto. Endurecido. Me había vuelto un número. Pronto, nos enviaron a mis hermanos y a mí a Schlieben, un sub- campamento de Buchenwald cerca de Berlín.

Una mañana pensé que oí la voz de mi madre. “Hijo” dijo suave pero claramente, “estoy enviándote un ángel. “Entonces me desperté. Simplemente un sueño. Un sueño bonito. Pero en este lugar no podía haber ningún ángel. Había sólo trabajo. Y hambre. Y miedo. Un par de días después, estaba dando una vuelta al campamento- detrás de los cuarteles- cerca del alambrado dónde los guardias no podían ver fácilmente. Estaba solo. En el otro lado del cerco, descubrí a alguien – una muchacha joven con rizos claros, casi luminosos. Estaba medio oculta detrás de un árbol del abedul. Miré alrededor para asegurarme que nadie me veía. La llamé suavemente en alemán: “¿Tienes algo de comer?” Ella no entendió. Me moví un poco más cerca del cerco y repetí la pregunta en polaco. Ella caminó hacia adelante. Yo estaba delgado, con trapos envueltos alrededor de mis pies, pero la muchacha parecía no sentir miedo. En sus ojos, vi vida. Ella tiró una manzana de su chaqueta de lana por encima del cerco. Agarré la fruta y, cuando empecé a correr, oí que ella decía débilmente: “te veré mañana”. No creí que regresaría. Era demasiado peligroso. Pero volví, a la misma hora, al otro día. Y allí estaba ella. La misma muchacha.

Salió detrás del árbol, y una vez más tiró algo encima del cerco. Este vez, un trozo pequeño de pan. Comí el pan, agradecida y vorazmente, deseando que hubiera bastante como para compartir con mis hermanos. Cuando busqué a la muchacha, se había ido. Volví a la misma hora y lugar todos los días. Ella siempre estaba allí con algo para comer – un trozo de pan o una manzana. No nos atrevimos a hablar. Ser apresados significaría la muerte para ambos. No sabía nada de ella – sólo que era una muchacha de granja amable – y que entendía polaco. ¿Cuál era su nombre? ¿Por qué arriesgaba su vida por mí?

Casi siete meses después, mis hermanos y yo fuimos subidos a un tren de carbón y enviados al campamento de Theresienstadt en Checoslovaquia. “No vuelvas“le dije a la muchacha ese día. “Seremos trasladados”. Volví a los cuarteles y no miré atrás, no dije adiós a la muchacha cuyo nombre nunca aprendí, la muchacha de las manzanas. Estuvimos en Theresienstadt durante tres meses. La guerra estaba terminando y las fuerzas aliadas nos estaban rodeando, pero mi destino parecía sellado. El 8 de mayo de 1945, fuimos elegidos para ser enviados a una sección del campamento a las 10:00 a.m. que supimos sería el momento de nuestras muertes. En el silencio del alba, intenté prepararme. Tantas veces la muerte parecía lista para llevarme, pero de algún modo había sobrevivido. Ahora, había terminado. Pensé en mis padres. Por lo menos, pensé, nos reuniremos.

A las 8:00 de la mañana, hubo una conmoción. Oí gritos y vi que la gente corría dentro del campamento. Alcancé a mis hermanos. ¡Las tropas rusas habían liberado el campamento! Las verjas se abrieron. Todos corríamos. Increíblemente, todos mis hermanos habían sobrevivido; No estoy seguro cómo. Pero sabía que la muchacha con las manzanas había sido la llave de mi supervivencia. En un lugar dónde el mal parecía triunfante, la bondad de una persona había salvado mi vida, me había dado esperanza en un lugar dónde no había. Mi madre había prometido enviarme un ángel, y el ángel había venido. Luego, viajé a Inglaterra dónde fui patrocinado por una entidad de caridad judía, junto a otros muchachos que habían sobrevivido el Holocausto y nos especializamos en electrónica.

Entonces vine a América dónde mi hermano Sam ya se había mudado. Serví en el Ejército americano durante la Guerra con Corea, y volví a la Ciudad de Nueva York después de dos años. En agosto de 1957 había abierto mi propia tienda de reparación de electrónica. Estaba empezando a establecerme. Un día, mi amigo Sid – que conocí en Inglaterra – me llamó. “Tengo una cita. Ella tiene una amiga polaca. ¿Nos acompañas?”. ¿Una cita a ciegas? No era para mí.

Pero Sid siguió asediándome y unos días después salimos al Bronx a recoger a su cita y su amiga Roma. Tenía que admitir, que para una cita a ciegas no estaba tan mal. Roma era enfermera en un hospital de Bronx. Era amable e inteligente. Bonita, con rizos castaños revueltos y ojos verdes, que chispeaban con vida. Los cuatro fuimos a Coney Island Era fácil hablar con Roma ¡Había resultado que también era cauta en cuanto a las citas a ciegas! Ambos estábamos haciendo un favor a nuestros amigos.

Paseamos por la costanera, disfrutando de la brisa Atlántica. No podía recordar tener un mejor momento. Nos sentamos en el asiento trasero del automóvil. Como judíos europeos que habían sobrevivido la guerra, éramos conscientes de lo mucho que no había sido dicho entre nosotros. Ella comenzó el asunto. “¿De dónde eras?” preguntó suavemente “durante la guerra…” “De los campos de concentración“dije, los recuerdos terribles vívidos, las pérdidas irreparables. Había intentado olvidarme. Pero uno nunca se olvida. Ella cabeceó. “Mi familia se escondía en una granja en Alemania, no lejos de Berlín,” me dijo. “Mi padre conoció a un sacerdote, y él nos hizo papeles arios”. Imaginé cómo ella también debió de haber sufrido.

Y aquí ahora estábamos, ambos sobrevivientes, en un nuevo mundo. “Había un campamento al lado de la granja,” Roma continuó. “Había allí un muchacho, y yo le tiraba manzanas todos los días”. ¡Qué coincidencia asombrosa que ella había ayudado a algún otro muchacho!. “¿Cómo era él?” pregunté. “Era alto. Flaco. Hambriento. Lo debo de haber visto todos los días durante seis meses”. Mi corazón estaba latiendo fuertemente. No podía creerlo. No podría ser. “¿Te dijo un día que no regresaras porque se estaba yendo a Schlieben?” Roma me miraba con asombro. “Sí” “¡¡¡Era yo!!!”

Estaba listo para estallar de alegría y regocijo, inundado con emociones. No podía creerlo. Mi ángel. “¡¡¡No te dejaré ir!!!” dije a Roma. Y en la parte de atrás del automóvil de esa cita a ciegas, le propuse casamiento. No quise esperar. “¡¿Estás loco?! “Ella dijo. Pero me invitó a encontrarme con sus padres para la cena de Shabat la semana siguiente. Había tanto que deseaba saber sobre Roma, pero lo más importante era lo que siempre supe: su constancia, su bondad. Durante muchos meses, en la peor de las circunstancias, había venido al cerco y me había dado esperanza. Ahora que la había hallado nuevamente, nunca podría permitirle ir. Ese día, ella dijo sí. Y yo guardé mi palabra: después de casi 50 años de matrimonio, dos niños y tres nietos, nunca le he permitido marcharse.

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