Han pasado 729 días, 15 horas y 43 minutos. Manuel lo sabe.
Espera sus últimas horas a la altura del 1902 de la Avenida Pedro Montt. Tiene
39 años y ya ha pasado varias veces por esta situación.
Aunque afuera aún es de día, él está a oscuras. Pero solo le
quedan cinco horas más adentro de la que por dos años y un día ha sido su casa.
Una casa grande, muy grande, con miles de metros cuadrados de construcción, con
la pintura descascarada en sus altos y gruesos muros, con mensajes como
“Libertad” escritos con spray negro en ellos; con un portón de color verde de
más de tres metros de alto. Esa casa fue la que le tocó a Manuel después de ser
encarcelado por el delito de robo en lugar no habitado.
Pero sólo lo será por unas horas más. Al cruzar ese portón
verde -que justo arriba, en el muro, tiene 15 letras de bronce incrustadas en
las que se lee “Ex Penitenciaría”- y luego de pasar seis rejas, Manuel será
libre. De nuevo.
Esta vez, dice, con la certeza de algo:
–Afuera me están esperando.
Tiempo y Espacio
–Vamos a hacer un viaje en el tiempo –dice el teniente 1º
Nicolás Zúñiga, justo antes de entrar al CDP Santiago Sur.
La Ex Penitenciaría fue construida en 1843 y en cada uno de
sus rincones se nota el paso de los años. Se ve en las baldosas desgastadas del
piso, en las paredes carcomidas, en los muros a medio pintar y en otros donde
ya no se puede distinguir si la pintura alguna vez fue verde o café.
Aquí trabajan, aproximadamente, 550 uniformados que hasta
cierto punto tienen el control total de la cárcel durante el día. Al menos
hasta la quinta reja que se encuentra, de norte a sur, hacia dentro del penal.
–Trabajamos un funcionario por cada dependencia, ya sea
galería o calle. Por eso andamos con los chalecos antibalas, todos tenemos uno.
Ese es el resguardo –comenta Zúñiga.
El teniente lleva un año trabajando en la Ex Penitenciaría y
hace siete que es gendarme. Lo más impactante, dice, fue entrar a una galería.
-Sentir el olor, la falta de aire, la presión de la gente
–explica.
Pero hasta acá, entre el pabellón administrativo y la
guardia interna, apenas unas pocas voces, unos pocos pasos y algunos llamados
por radio interrumpen el silencio del lugar. Incluso, el aroma mezcla el de una
brisa que corre desde las ventanas con el de artículos de aseo. Se puede oler
también la colonia de cada uno de los gendarmes. Podría ser una oficina
cualquiera, en una noche cualquiera, con personas comunes y corrientes. Pero no
es ninguna de esas cosas.
Esta noche, como todas las noches en la Penitenciaría, puede
ser tranquila. O puede ser un infierno. En especial cuando se hace un conteo
rápido de los dos bandos que manejan la cárcel durante estas horas. Ochenta
gendarmes versus 4.586 internos. Más bien, 25 gendarmes -que son los encargados
de la seguridad interna de la cárcel- contra esos mismos 4.586 internos. O sea,
un gendarme para 183 presos.
La Reja
Según el informe realizado por la fiscalía judicial de la
Corte Suprema durante 2017, la Ex Penitenciaría tiene una sobrepoblación del
88%. Quienes trabajan en la cárcel lo saben. Está escrito en un libro rojo, a
mano, que se guarda en el área administrativa de las dependencias. Una sala
pequeña, con varios cubículos, donde los gendarmes, además de otras tareas,
llevan la cuenta de los internos. 4.586 el 21 de febrero, a las cinco de la
tarde. Muchos más de los que pueden albergar la Penitenciaría, muchos menos que
los 7.168 que alguna vez estuvieron dentro de ella. Sin embargo, siguen siendo
demasiados: 2.202 reos más de los que deberían habitar la cárcel.
Dos mil 202 reos extras, sin gendarmes extras, que deben ser
resguardados.
Al lado del pabellón administrativo está la guardia interna
y el hall que da acceso a la quinta reja, que tiene 205 años y es el paso entre
el mundo de los gendarmes y el de los internos. Justo arriba de ella hay una
cruz de madera y en uno de sus barrotes cuelga un rosario celeste. En la pared
del lado están todas las llaves de la cárcel: las 18 de las calles y las ocho
de las galerías. Las galerías tienen acceso al óvalo, pero las calles no. Estas
tienen patio propio, para mantener la segmentación entre ciertos grupos: los
reos de mejor conducta, los evangélicos y los que pertenecen a la tercera edad,
por ejemplo, no van al óvalo.
Pero la quinta reja es el límite para todos.
En una noche normal hay internos que transitan por el lugar.
Todos quedan registrados en un diario mural, justo al lado de la quinta reja.
Hora de entrada, hora de salida. Pasa por ahí, por ejemplo, un interno en silla
de ruedas que sale a dializarse en la mañana y vuelve en la noche, o uno que
necesita ir a inyectarse insulina, dos veces al día, a la enfermería. Todos
esperan en una especie de sala y son llevados, uno por uno, a su calle o
galería, luego de pasar por la quinta reja.
Ahí hay un gendarme de punto fijo, el mismo que muestra un
fierro grueso que se usa para trancar la reja y, explica, “retener” a los internos
en caso de emergencia.
Pero la puerta se abre apenas unos centímetros, con un
sonido metálico de fierros oxidados, y se escuchan los gritos:
–¡Oyeeeeeee, oyeeeeeeeee, oyeeeeeeeeee!
Circo Romano
Un gato negro que mueve la cola. Que mueve la cola,
suavemente, mientras se pasea por un octágono de 53 metros de ancho.
Ahí mismo, durante el día, brillan bajo el sol los estoques,
las lanzas y los sables que, desde 2010, han dejado más de 350 muertos al
interior de la cárcel. Muertes que se han producido, en su mayoría, en el
óvalo: el lugar donde convergen todas las galerías y donde los internos hacen
justicia a cuchillazos.
Pero son las nueve de la noche y el óvalo está vacío.
Excepto por el gato negro que hace lo que ninguno de los más de cuatro mil
hombres puede hacer: pasear libre, sin miedo de ser atravesado por un estoque.
Una herida penetrante en el corazón no es una sorpresa para
Xavier Linzan, el médico del hospital de la Ex Penitenciaría, el único recinto
hospitalario dentro de una cárcel en Chile y a donde llegan a atenderse los
internos de todas las unidades penales de la Región Metropolitana.
En el edificio que está en el sector norte de la cárcel,
cerca de la calle 2, Linzan, que es ecuatoriano, lleva siete años trabajando.
Entre camillas y los sonidos de los monitores, el médico dice que las caídas e
intoxicaciones de los internos son frecuentes. Pero no más que las peleas. Ver
a un interno atravesado por un sable, dice, no es extraño.
-Aquí hay que manejarse con la población penal y esta es una
parte de la medicina que no está en ningún libro. Acá existe el paciente
difícil, y lo mejor es tratarlo como cualquier paciente, como un ser humano
–explica.
De pronto suenan unas cadenas. A las 21.45 llega un interno
de Colina I que fue derivado desde el Hospital San José por una posible
fractura. Tiene un chaleco amarillo, esposas en las manos y cadenas en los
tobillos. Linzan pide que le quiten todas las medidas de seguridad.
-¿Cómo va? –le pregunta al interno y comienza a examinarlo.
Afuera, en el óvalo, todo sigue normal.
-¡Hernááááán! -grita un interno desde la galería 6.
Y de repente aparece otro gato negro.
-¡Tíralo, oye! -dice otro desde la galería 7.
Ese, dicen los gendarmes, es el famoso “correo”, la manera
que encontraron los internos de enviarse cosas -de una galería a otra- durante
el encierro. El sistema es simple: los internos meten dentro de una bolsa lo
que desean enviar a otra dependencia, la amarran a un hilo y la tiran.
-¡Suelta! -dicen desde la galería 6.
Mientras tanto, en la galería 5, hay dos internos sentados
en la escalera, justo al lado de la reja que da al óvalo. Tiran papeles hacia
afuera y también tiran pan. Y también gritan palabras que se confunden con el
ruido del agua, que corre sin interrupción en el baño de la galería. Desde el
óvalo apenas se distingue una sombra. Eso es todo lo que pueden ver los
gendarmes. Adentro de esas dependencias no hay cámaras y, por razones de
seguridad, no se entra durante la noche.
-Adentro es su ley. Ahí se las arreglan ellos. En la noche
tenemos que ingresar solo en caso de emergencia. Es totalmente desconocido lo
que pasa dentro de las galerías luego del encierro –explica uno de los
gendarmes de la guardia.
En el día, dice, es más fácil actuar. Antes de una riña hay
un diálogo previo o un par de amenazas entre los internos y eso les da un par
de minutos.
-En la noche te pillan de golpe. Finalmente, es algo
perverso, porque tú te deshumanizas. Sabes que algo viene, pero tienes que
darle tiraje para que ocurra. No puedes hacer nada antes –dice.
Golpe, golpe, golpe. Un fierro, otro fierro. Pa, pa, pa. En
alguna de las calles, en alguna de las galerías, un interno está preparándose
para pelear.
-Les debe estar sacando filo a las cuchillas. Mira el
personal que tengo, ¿voy a entrar por una cuchilla? No puedo -dice el gendarme.
El personal nocturno destinado para el óvalo son nueve
funcionarios.
-Balcón, mantenga- se alcanza a oír desde la radio de un
gendarme.
Alturas de la Peni
“I believe we cry too many tears/ Because we need love, not
just money…”.
Desde el primer piso del óvalo se escucha con timidez el
pegajoso beat de Corona, un grupo de los 90. A medida que los dos gendarmes van
subiendo a vigilar el balcón, el lugar desde donde se ven los patios interiores
de cada calle de la cárcel, el riff de los sintetizadores se siente fuerte.
Cada vez más fuerte.
“I don’t wanna be a star, oh baby/ Don’t wanna be a star,
sweet baby…”.
Abajo, la calle 13 parece salida de otro mundo.
Una radio pequeña suena a todo volumen. Hay internos riendo
alrededor de una fogata, otros que están sentados en una mesa de mantel rojo,
tomando té, comiendo pan con queso y conversando. Eso hasta el primer gol.
–Dale, dale, oye, tírala, ¡noooooo! ¡Pásala pa’ acá! –dice
un interno que, al parecer, es defensa. Son 11 los que juegan en una
improvisada cancha de fútbol. A su alrededor, otro preso, vestido con una
polera roja y shorts blancos, cruza el patio de extremo a extremo trotando. Y
el resto mira el partido desde algún “antejardín”: espacios que habilitan,
gracias a colchones y sábanas de colores, justo al salir de las piezas.
Son casi 16 horas las que todos los presos de la
Penitenciaría están encerrados en sus patios o galerías, sin posibilidad alguna
de salir al óvalo. Los que tienen patio propio -como los de la calle 13- pueden
hacer una vida casi normal y moverse con libertad en su calle. Por eso gritan,
por eso bailan, por eso algunos duermen y otros no. Y abajo sigue la fiesta al
ritmo del hit de Laura Branigan.
“Gloria (Gloria), I think they got your number (Gloria), I
think they got the alias (Gloria)…”.
Pero la realidad es evidente cuando un interno levanta la
vista y ve a uno de los gendarmes vigilando, cargando una escopeta.
En la calle 13 viven los internos con mejor conducta. Al
lado está la calle 12, que no tiene patio y es mucho más tranquila. Allí llegan
a dormir los internos con beneficios. Aunque esta noche es distinta, es noche
de Festival. A las 22.13 toda la Quinta Vergara canta a coro Imagíname sin ti,
con Luis Fonsi como artista principal del Festival de Viña. Y, como la mayoría
de Chile, los internos de la calle 12 también ven el espectáculo en una de las
piezas. Afuera, la calle es ordenada. Desde la altura del balcón se puede ver
su baño, que está tapizado en azulejos de color blanco y café claro. Huele a
agua y jabón. Y se siente el sonido del agua correr: algunos internos se bañan,
otros lavan la ropa y luego la cuelgan en las ventanas de sus piezas.
Dos calles más allá, el “Chino” no contesta.
–Oye, calle 10. “Chino”, ya poh. Tira los cigarros, ¡oye ya,
poh, calle 10! –se escucha a un interno gritar.
La calle del “Chino” la cruza una especie de socavón en el
que hay agua estancada. Gran parte del lugar está tapado con frazadas, que
dificultan la visión. Pero aunque las piezas no se ven, se huelen. El olor a
fecas, a orina, a alcantarillado se mezcla y es capaz de subir varios metros.
Abajo no se escucha música ni a reos conversando. Apenas se pueden distinguir
dos tarros de basura azules rebasados de desperdicios. Más allá, a oscuras, hay
un baño a medio destruir, del que sale inquieto un interno.
–Viejo cu… ándate para adentro –le grita a uno de los
gendarmes.
El funcionario lo mira sin inmutarse y sigue caminando por
el balcón.
Una cárcel nunca deja de ser una cárcel.
El Muro
El subteniente Vega tiene 25 años y es oficial de guardia.
Este es su primer trabajo como gendarme. Mientras recorre el muro que rodea la
cárcel, dice que esta es la unidad madre de cualquier funcionario.
-Si aprendes aquí, aprendes en todos lados. Ahora, mi deber
es la seguridad perimetral de la Penitenciaría, pero cuando uno llega hay que
estar en la guardia interna. Ahí uno ve a los internos pelear, y cuando los
ves, el instinto es alejarse, pero hay que saber ponerse adelante. Y todos
tenemos miedo, hasta el primero que tiene que ir a separar la pelea –dice Vega.
Justo al norte de la cárcel están las dependencias de los
gendarmes. En el muro, por ejemplo, hay 10 puestos y se hacen relevos en tres
turnos distintos. Mientras el subteniente recorre la parte que da a la Avenida
Pedro Montt, otros gendarmes descansan en sus piezas. Algunos han decorado sus
ventanas con banderas de Chile. Aunque es de noche, se ven luces prendidas en
el edificio. En una de las piezas hay un televisor encendido, sintonizado en
Mega. Uno de los gendarmes se entretiene viendo, paradójicamente, a un hombre
en la celda de una cárcel. Es Armando Quiroga, protagonista de la teleserie
Perdona nuestros pecados.
El muro perimetral, además, limita con la Cárcel de Alta
Seguridad y con Santiago 1. Por allí transitan los gendarmes, siempre armados.
Luis Angulo está en el puesto tres. La garita es pequeña.
Está pintada de color verde por fuera y por dentro, aunque se está
descascarando. Hay mensajes rayados. “Aquí estuvo”. “Teniente estuvo acá” y
también hay dibujada una cruz.
Un pequeño piso metálico le sirve para descansar a Angulo,
aunque, dice, la idea es hacer rondas. Egresó el 27 de diciembre y se vino a la
Peni. El cansancio físico, explica, no es tanto: el agote es anímico.
-No se puede decaer, no se puede no estar alerta. Las horas
en la garita pasan lento, ahí uno tiende a asimilar sus problemas. Solo. Uno
aprende a valorar lo que hay afuera de la cárcel, a la familia, porque uno
también está encerrado. Tienes que aguantar –dice.
Lo único que los ayuda a aguantar el turno completo, dicen
los gendarmes, es el café. Y en el piso del muro hay sachets individuales
vacíos de Nescafé. No uno, no dos, sino seis.
Libertad
-¿Nombre? ¿RUT? ¿Fecha de nacimiento? ¿Dependencia? ¿Cuánto
viniste a hacer? ¿Nombre de tu madre? ¿Nombre de tu padre? ¿Cómo te dicen?
Cerca de las once de la noche los gendarmes van a buscar a
los internos que salen en libertad al día siguiente y los traen a la guardia
interna. Hoy, hay 10 órdenes de egreso. Diez condenas cumplidas, 10 internos
libres. Pero antes deben pasar varios controles. El teniente Zúñiga hace las
preguntas y luego revisa señales morfológicas: tatuajes y cicatrices.
-Levántate la polera. El tatuaje del rapero con spray y las
letras -le dice a un preso.
Los 10 hombres están ordenados en una hilera. Todos intentan
ponerles los cordones a sus zapatos, que es lo único que se llevan de la
cárcel. La tradición es irse con lo puesto. No hay que llevarse nada, para no
volver.
A las 23.43 es el turno de revisar a Manuel.
Está vestido con jeans, zapatillas y un polerón azul. Se ve
ordenado, pero nervioso. Después de dos años y un día encerrado, quedan apenas
17 minutos para que salga. Se muerde el labio y se frota las manos mientras
responde las preguntas.
En la guardia interna, mientras espera, Manuel dice que su
mayor logro es salir vivo de la Penitenciaría. Son las 23.47.
-Pagué mis costos. Estoy de duelo, hace 15 días enterraron a
mi mamá y no me pude despedir. Pero estoy vivo y hay una oportunidad de trabajo
cuando salga. Y me están esperando, mi primo me vino a buscar –dice y hace una
mueca, como sonriendo.
A las 23.56 la micro D01 del Transantiago dobla justo por el
frente de la Ex Penitenciaría. Al mismo tiempo, se escucha el sonido de las
cadenas oxidadas de unos columpios que hay en una plaza de juegos y comienzan a
llegar autos. Primero un Kia blanco y luego un Hyundai negro, con la patente
colgando. Los dos hacen rugir el motor antes de frenar. Afuera de la reja principal
de la cárcel hay 17 personas. Mujeres mirando el reloj en sus celulares y
hombres fumando. El lugar está apenas iluminado.
Adentro, a las 23.57, los gendarmes verifican las huellas
dactilares de Manuel. Quedan tres minutos.
A las 23.58 salen del penal dos gendarmes, cada uno con una
escopeta.
El sonido metálico de varias llaves golpeándose entre ellas
pone alertas a todos los que esperan.
A las 00.00 se abre la cerradura del portón verde.
Un minuto después sale Manuel.
Apenas cruza el portón, mira a cada una de las 17 personas
que están afuera, intentando reconocer a alguna.
Ninguno es su primo.
Después de esperar un par de minutos, Manuel comienza a
caminar por la Avenida Pedro Montt, por el medio de la calle. A media cuadra se
da vuelta, mira la cárcel y abre la hoja blanca doblada que lleva en su mano.
La observa con atención. Es su certificado de cumplimiento
de condena. Dos años y un día esperando. La dobla nuevamente, la guarda en su
pantalón y vuelve a caminar. En la penumbra. Solo.
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