Fracaso militar de los españoles
Al terminar la conquista hacia fines el siglo XVI, era
evidente que los araucanos no podían ser sometidos y que era necesario
readecuar la estrategia. Numerosos desastres y la decadencia de los lavaderos
de oro impedían sostener el esfuerzo guerrero. La derrota y muerte del
gobernador Oñez de Loyola en Curalaba (1598) fue seguida por el abandono de
todas las ciudades situadas al sur del Biobío (Cañete, Angol, Imperial,
Villarrica, Valdivia, Osorno y Santa Cruz).
Los españoles debieron renunciar a la conquista de la
Araucanía y conformarse con el establecimiento de una frontera en el Biobío.
Correspondió principalmente al gobernador Alonso de Ribera, prestigioso capitán
de la guerra de Flandes, enfrentar la nueva situación. Una línea de fuertes
aseguraría la frontera y avanzaría sólo en caso que las reducciones cercanas
estuviesen realmente sometidas; pero en la práctica, la línea quedó inmóvil y
solamente hubo entradas esporádicas de los destacamentos. Hasta entonces, las
fuerzas españolas estaban compuestas por tropas inorgánicas, integradas en
parte por los vecinos de las ciudades, que se desplazaban y combatían con
escasa disciplina. Los recursos para mantenerlas eran pobres y llegaban con
intermitencia.
Ribera comenzó con imponer un orden preciso en la táctica,
en la marcha y en la disposición de los campamentos. Señaló con claridad el
papel de la infantería y el de la caballería y apartó las columnas de bagajes
que incluían a indios, mujeres y niños que solían seguir a los soldados. Una
innovación importantísima fue la creación del ejército profesional, permanente
y pagado, que reemplazó a la antigua modalidad de aglutinar fuerzas. Unos 2000
hombres entre oficiales y tropa integraron el ejército de Arauco. Para pagar a
esas tropas, de vestirlas y alimentarlas, el rey ordenó que desde Lima se
enviase cada año un real situado consistente en $ 293.000, suma muy elevada
para la época. Sin embargo, aquel aporte consistía principalmente en especies
para los soldados y alimentos que se adquirían en Chile. La mantención de un
ejército dio mayor seguridad a la frontera y en adelante los vecinos de las
ciudades pudieron dedicarse con cierta tranquilidad a sus tareas. Sólo rara vez
se le requirió para la guerra. La incorporación al ejército fue una forma de
ganarse la vida para muchos hombres modestos, a la vez que el aprovisionamiento
de las tropas fue un estímulo para las tareas productivas.
La guerra defensiva: una quimera
Poco después de establecida la frontera, un sacerdote
jesuita, el padre Luis de Valdivia, logró que se aprobase en la corte un plan
para reducir a los araucanos en forma pacífica, principalmente mediante la
prédica de misioneros. Mientras tanto, las fuerzas militares debían permanecer
a la defensiva. La entrada de los tres primeros misioneros terminó en un
desastre. Fueron asesinados por los naturales y todo el sistema fracaso.
Los estímulos de la guerra
La existencia de la frontera no puso términos a las
facciones armadas. Éstas continuaron por diversas causas. Debido a la escasez
de indios para el trabajo en las haciendas del centro y norte (hasta Copiapo),
se logró que la corona decretarse en 1608 la esclavitud de los indios tomados
en la guerra. El valor de ellos se repartía entre el gobernador, los oficiales
y los soldados. La guerra adquirió así una nueva dinámica. La entrada de
cualquier destacamento significaba sacar numerosos indios esclavos y luego se
organizaron expediciones bajo pretexto de atacar a indios subversivos, pero con
el verdadero objetivo de capturar esclavos. A estas incursiones se les llamaba
malocas.
Los indígenas, por su parte, efectuaban malones como ataques
sorpresivos a los puestos fronterizos y las estancias, con el fin de robar
ganado, mujeres y niños. De esa manera, la lucha se repetía continuamente y
dejaba su rastro de dolor y destrucción. La cacería de aborígenes condujo a un
desastre de proporciones en 1654 durante el gobierno de don Antonio de Acuña y
Cabrera. El gobernador había dado los más altos cargos del ejército a sus dos
cuñados, los hermanos Salazar, que no tenían experiencia en la guerra de Arauco
y deseaban enriquecerse rápidamente. Bajo pretexto de castigar a algunas reducciones,
uno de ellos se internó con un fuerte destacamento, pero con el propósito real
de tomar numerosos esclavos. Sin embargo, experimentó un descalabro y debió
retirarse apresuradamente, mientras su hermano, al frente de otra partida,
debía abandonar uno de los fuertes avanzados y replegarse a Concepción, en
medio de actos de guerra de cobardía: mujeres y niños quedaron abandonados al
enemigo.
La sublevación araucana fue formidable. Hubo que abandonar
los puestos fronterizos, mientras las huestes araucanas asolaban la región y
obligaban a la gente a huir al norte del río Maule. Mientras tanto, en
Concepción, el pueblo, con la condescendencia del cabildo, deponía al
gobernador, aunque luego fue repuesto para salvar las apariencias. La
experiencia había demostrado que la esclavitud de los indígenas prisioneros era
perjudicial y no solucionaba el problema de la rebeldía. Además, en el país
había ido aumentando la masa mestiza y con ello la disponibilidad de mano de
obra, de modo que los esclavos cobrisos no eran tan necesarios. Por todas estas
circunstancias, la corte prohibió tomar nuevos esclavos en la guerra (1683).
El comercio y el mestizaje
Desde que los españoles y los araucanos entraron en
contacto, experimentaron la necesidad de intercambiar especies a pesar de la
violencia, la lucha y el odio. Los nativos se sentían atraídos por los
artículos de hierro, las baratijas, los géneros y las cintas y estaban
dispuestos a adquirirlos si no podían robarlos. Por sobre todo, les interesaban
el aguardiente y el vino. Los españoles, por su parte, necesitaban alimentos y
ponchos y también caballares y vacunos cuando éstos ganados se desarrollaron
entre los nativos. Se estableció de ese modo un comercio intenso en el siglo
XVIII que estaba perfectamente organizado. Los mercachifles atravesaban toda la
Araucanía con sus recuas de mulas cargadas de productos vistosos que iban
negociando de reducción en reducción. Después regresaban cobrando los animales
y efectos estipulados con los caciques y sus hombres. Por su parte, los
indígenas también salían a comerciar a los fuertes y las estancias.
El contacto condujo inevitablemente a la mezcla racial. Los
soldados convivían con una o varias Indias y violaban impunemente a otras. Los
indios hacían mujeres prisioneras en sus ataques o las robaban en cualquier
incursión. Hubo así una mezcla intensa que dio origen a una vasta población
mestiza que pupulaba va en la región fronteriza. Entre los araucanos, sus hijos
mestizos vivían igual que los demás y no fueron pocos los hijos de caciques y
españolas que alcanzaron el mando en su reducciones. El mestizo representaba la
fusión de los dos pueblos y fue a la vez un agente de transculturación, esto
es, de las mutuas influencias culturales.
Misiones y parlamentos
La incorporación de los indios a la fe cristiana fue una
preocupación muy importante de los reyes españoles. Constantemente apoyaron esa
tarea pidieron los medios para realizarla. Fue la Compañía de Jesús la que se
ocupó preferentemente de la evangelización. Sus sacerdotes establecieron
misiones en el sector de la frontera y también en el interior del territorio
araucano llevaron una vida de grandes sacrificios y no pocos riesgos, aunque en
general fueron respetados por los naturales. Los frutos espirituales de esas
misiones fueron reducidos, pero los sacerdotes se conformaban con bautizar a
los niños y asistir a los moribundos. Además del aspecto religioso, las
misiones desempeñaron un papel como lugar de encuentro en la vida fronteriza.
Los sacerdotes criaban a niños indígenas, medicinaban a los enfermos y acogían
a los viajeros. Mercaderes, aventureros, caciques y destacamentos del ejército
solían concurrir a las misiones.
El apaciguamiento de la frontera y la necesidad de llegar a
algunos acuerdos entre españoles y araucanos condujeron a la realización de
parlamentos. Estos eran reuniones del gobernador y las principales autoridades
con los caciques en un lugar que se señalaba de antemano. Se considera como
primer parlamento al que organizó el gobernador marqués de Baides en Quillín
(1641). Por ambas partes se pronunciarán discursos prometiendo la paz, había
ceremonias religiosas y se establecían algunos acuerdos. Los indígenas se
comprometían a permanecer quietos, no robar en las estancias, permitir los trabajos
de los misioneros e impedir que los delincuentes se refúgiase entre ellos. El
gobernador, a nombre del monarca, repartía regalos a los caciques y luego,
durante algunos días, los indios y la soldadesca se entregaban a grandes
comisiones y borracheras. Éstas paces no eran duraderas. Algunos caciques las
respetaban, pero otros las rompían antes de mucho tiempo. En todo caso, era una
forma de relación y los jefes indígenas estimaban que era obligación de los
españoles realizarlas de vez en cuando.
El trato pacífico permitió todavía otras modalidades de
relación. En numerosas reducciones se establecieron "capitanes de
amigo", encargados de vigilar lo que ocurriese, en que fueron muy
respetados por los indígenas y tuvieron verdadero poder sobre ellos. Los
caciques más fieles fueron distinguidos con grados militares y recibieron
uniformes y otras recompensas. Finalmente, los indios comunes trabajaron en los
fuertes de algunos se incorporaron a las filas.
Sergio Villalobos
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