sábado, 17 de noviembre de 2012

Vida Fronteriza en la Araucania



Fracaso militar de los españoles

Al terminar la conquista hacia fines el siglo XVI, era evidente que los araucanos no podían ser sometidos y que era necesario readecuar la estrategia. Numerosos desastres y la decadencia de los lavaderos de oro impedían sostener el esfuerzo guerrero. La derrota y muerte del gobernador Oñez de Loyola en Curalaba (1598) fue seguida por el abandono de todas las ciudades situadas al sur del Biobío (Cañete, Angol, Imperial, Villarrica, Valdivia, Osorno y Santa Cruz).

Los españoles debieron renunciar a la conquista de la Araucanía y conformarse con el establecimiento de una frontera en el Biobío. Correspondió principalmente al gobernador Alonso de Ribera, prestigioso capitán de la guerra de Flandes, enfrentar la nueva situación. Una línea de fuertes aseguraría la frontera y avanzaría sólo en caso que las reducciones cercanas estuviesen realmente sometidas; pero en la práctica, la línea quedó inmóvil y solamente hubo entradas esporádicas de los destacamentos. Hasta entonces, las fuerzas españolas estaban compuestas por tropas inorgánicas, integradas en parte por los vecinos de las ciudades, que se desplazaban y combatían con escasa disciplina. Los recursos para mantenerlas eran pobres y llegaban con intermitencia.

Ribera comenzó con imponer un orden preciso en la táctica, en la marcha y en la disposición de los campamentos. Señaló con claridad el papel de la infantería y el de la caballería y apartó las columnas de bagajes que incluían a indios, mujeres y niños que solían seguir a los soldados. Una innovación importantísima fue la creación del ejército profesional, permanente y pagado, que reemplazó a la antigua modalidad de aglutinar fuerzas. Unos 2000 hombres entre oficiales y tropa integraron el ejército de Arauco. Para pagar a esas tropas, de vestirlas y alimentarlas, el rey ordenó que desde Lima se enviase cada año un real situado consistente en $ 293.000, suma muy elevada para la época. Sin embargo, aquel aporte consistía principalmente en especies para los soldados y alimentos que se adquirían en Chile. La mantención de un ejército dio mayor seguridad a la frontera y en adelante los vecinos de las ciudades pudieron dedicarse con cierta tranquilidad a sus tareas. Sólo rara vez se le requirió para la guerra. La incorporación al ejército fue una forma de ganarse la vida para muchos hombres modestos, a la vez que el aprovisionamiento de las tropas fue un estímulo para las tareas productivas.

La guerra defensiva: una quimera

Poco después de establecida la frontera, un sacerdote jesuita, el padre Luis de Valdivia, logró que se aprobase en la corte un plan para reducir a los araucanos en forma pacífica, principalmente mediante la prédica de misioneros. Mientras tanto, las fuerzas militares debían permanecer a la defensiva. La entrada de los tres primeros misioneros terminó en un desastre. Fueron asesinados por los naturales y todo el sistema fracaso.

Los estímulos de la guerra

La existencia de la frontera no puso términos a las facciones armadas. Éstas continuaron por diversas causas. Debido a la escasez de indios para el trabajo en las haciendas del centro y norte (hasta Copiapo), se logró que la corona decretarse en 1608 la esclavitud de los indios tomados en la guerra. El valor de ellos se repartía entre el gobernador, los oficiales y los soldados. La guerra adquirió así una nueva dinámica. La entrada de cualquier destacamento significaba sacar numerosos indios esclavos y luego se organizaron expediciones bajo pretexto de atacar a indios subversivos, pero con el verdadero objetivo de capturar esclavos. A estas incursiones se les llamaba malocas.

Los indígenas, por su parte, efectuaban malones como ataques sorpresivos a los puestos fronterizos y las estancias, con el fin de robar ganado, mujeres y niños. De esa manera, la lucha se repetía continuamente y dejaba su rastro de dolor y destrucción. La cacería de aborígenes condujo a un desastre de proporciones en 1654 durante el gobierno de don Antonio de Acuña y Cabrera. El gobernador había dado los más altos cargos del ejército a sus dos cuñados, los hermanos Salazar, que no tenían experiencia en la guerra de Arauco y deseaban enriquecerse rápidamente. Bajo pretexto de castigar a algunas reducciones, uno de ellos se internó con un fuerte destacamento, pero con el propósito real de tomar numerosos esclavos. Sin embargo, experimentó un descalabro y debió retirarse apresuradamente, mientras su hermano, al frente de otra partida, debía abandonar uno de los fuertes avanzados y replegarse a Concepción, en medio de actos de guerra de cobardía: mujeres y niños quedaron abandonados al enemigo.

La sublevación araucana fue formidable. Hubo que abandonar los puestos fronterizos, mientras las huestes araucanas asolaban la región y obligaban a la gente a huir al norte del río Maule. Mientras tanto, en Concepción, el pueblo, con la condescendencia del cabildo, deponía al gobernador, aunque luego fue repuesto para salvar las apariencias. La experiencia había demostrado que la esclavitud de los indígenas prisioneros era perjudicial y no solucionaba el problema de la rebeldía. Además, en el país había ido aumentando la masa mestiza y con ello la disponibilidad de mano de obra, de modo que los esclavos cobrisos no eran tan necesarios. Por todas estas circunstancias, la corte prohibió tomar nuevos esclavos en la guerra (1683).

El comercio y el mestizaje

Desde que los españoles y los araucanos entraron en contacto, experimentaron la necesidad de intercambiar especies a pesar de la violencia, la lucha y el odio. Los nativos se sentían atraídos por los artículos de hierro, las baratijas, los géneros y las cintas y estaban dispuestos a adquirirlos si no podían robarlos. Por sobre todo, les interesaban el aguardiente y el vino. Los españoles, por su parte, necesitaban alimentos y ponchos y también caballares y vacunos cuando éstos ganados se desarrollaron entre los nativos. Se estableció de ese modo un comercio intenso en el siglo XVIII que estaba perfectamente organizado. Los mercachifles atravesaban toda la Araucanía con sus recuas de mulas cargadas de productos vistosos que iban negociando de reducción en reducción. Después regresaban cobrando los animales y efectos estipulados con los caciques y sus hombres. Por su parte, los indígenas también salían a comerciar a los fuertes y las estancias.

El contacto condujo inevitablemente a la mezcla racial. Los soldados convivían con una o varias Indias y violaban impunemente a otras. Los indios hacían mujeres prisioneras en sus ataques o las robaban en cualquier incursión. Hubo así una mezcla intensa que dio origen a una vasta población mestiza que pupulaba va en la región fronteriza. Entre los araucanos, sus hijos mestizos vivían igual que los demás y no fueron pocos los hijos de caciques y españolas que alcanzaron el mando en su reducciones. El mestizo representaba la fusión de los dos pueblos y fue a la vez un agente de transculturación, esto es, de las mutuas influencias culturales.

Misiones y parlamentos

La incorporación de los indios a la fe cristiana fue una preocupación muy importante de los reyes españoles. Constantemente apoyaron esa tarea pidieron los medios para realizarla. Fue la Compañía de Jesús la que se ocupó preferentemente de la evangelización. Sus sacerdotes establecieron misiones en el sector de la frontera y también en el interior del territorio araucano llevaron una vida de grandes sacrificios y no pocos riesgos, aunque en general fueron respetados por los naturales. Los frutos espirituales de esas misiones fueron reducidos, pero los sacerdotes se conformaban con bautizar a los niños y asistir a los moribundos. Además del aspecto religioso, las misiones desempeñaron un papel como lugar de encuentro en la vida fronteriza. Los sacerdotes criaban a niños indígenas, medicinaban a los enfermos y acogían a los viajeros. Mercaderes, aventureros, caciques y destacamentos del ejército solían concurrir a las misiones.

El apaciguamiento de la frontera y la necesidad de llegar a algunos acuerdos entre españoles y araucanos condujeron a la realización de parlamentos. Estos eran reuniones del gobernador y las principales autoridades con los caciques en un lugar que se señalaba de antemano. Se considera como primer parlamento al que organizó el gobernador marqués de Baides en Quillín (1641). Por ambas partes se pronunciarán discursos prometiendo la paz, había ceremonias religiosas y se establecían algunos acuerdos. Los indígenas se comprometían a permanecer quietos, no robar en las estancias, permitir los trabajos de los misioneros e impedir que los delincuentes se refúgiase entre ellos. El gobernador, a nombre del monarca, repartía regalos a los caciques y luego, durante algunos días, los indios y la soldadesca se entregaban a grandes comisiones y borracheras. Éstas paces no eran duraderas. Algunos caciques las respetaban, pero otros las rompían antes de mucho tiempo. En todo caso, era una forma de relación y los jefes indígenas estimaban que era obligación de los españoles realizarlas de vez en cuando.

El trato pacífico permitió todavía otras modalidades de relación. En numerosas reducciones se establecieron "capitanes de amigo", encargados de vigilar lo que ocurriese, en que fueron muy respetados por los indígenas y tuvieron verdadero poder sobre ellos. Los caciques más fieles fueron distinguidos con grados militares y recibieron uniformes y otras recompensas. Finalmente, los indios comunes trabajaron en los fuertes de algunos se incorporaron a las filas.



Sergio Villalobos

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